El último Turquito.
Por Miguel Álvarez del
Toro.
El lugar donde se
desarrolla esta historia es una de tantas y tantas heridas por donde Chiapas
exhibe su caliza; donde manos irresponsables han quitado la exuberante
cabellera que formaba el bosque, dejando mondo el cráneo de la roca; donde se
ha levantado una raquítica cosecha de maíz a cambio de quemar una fortuna;
donde en minutos la ceniza ha reemplazado a la fibra vegetal que tardo siglos y
milenios en formarse; donde la hecatombe empezó cuando un bípedo,
insignificante ante la grandiosidad de la Naturaleza pero creyéndose su amo,
llego armado de un hacha y gran ambición, tapados los ojos por la ignorancia,
sellados los oídos por el tintinear del dinero.
Aguas limpias, saltando sobre las piedras y formando cristalinas
pozas, corren por el fondo de un pequeño barranco, arrullando con su murmullo a
los turipaches que esperan el sol sobre una roca, verde por tanto musgo que la
cubre y húmeda por el salpicar del agua. La humedad se hace visible en una
tenue niebla que lentamente escurre entre la maraña y flotando, flotando llega
hasta las copas de los gigantes milenarios cuyo follaje compite con el de las
enredaderas que trepando por los carcomidos troncos tejen mallas de caprichosas
vueltas, por donde escapan ágilmente los monos al ser espantados por la sombra
del águila arpía. Las campánulas azules, blancas y rosadas abren sus corolas al
fresco de la mañana, dando colorido al verde oscuro del follaje y permitiendo
la entrada a las primeras abejas silvestres que afanosas buscan el perfumado
polen; de vez en cuando aparece un abejorro de abigarrada pelambre.
Por el cayado de un helecho arbóreo trepa muy lentamente una
pequeña serpiente de moteado color y siniestros ojillos, es la muerte que
acecha la distracción de algún incauto pajarillo y es observada con temor por
un lagarto verde que reposa sobre una ancha hoja. En la húmeda penumbra
empiezan a revolotear las primeras mariposas morfos de alas azul metálico y en
un recodo próximo florece un arbusto que congrega numerosos chupaflores cuyo
plumaje lanza variados destellos de joyería policroma; mientras unas reinitas
de celeste colorido esperan impacientes a que las belicosas avecillas les
permitan participar del nectaríneo banquete.
Entre un oscuro bejucal se dispone a dormir su día una pareja de
tecolotes de albos cuernecillos y rojizas caras, sus ojos entornados observan
discretamente a un grupo de cucayos que pegados al carcomido tronco también
pasarán el día, apagados sus minúsculos faros de fría luminosidad. En la cima
de la loma, toda cubierta de bosque, se escuchan los rasposos gritos del tucán,
que desde la punta de un gran árbol domina el horizonte, oteando siempre la
floresta en busca de la frutilla madura. Abajo del mismo gigante centenario y
oculto entre la maleza que cubre el húmedo suelo, un pequeño siervo rojizo lame
su pelaje, mientras abrazada a una retorcida liana, una ardilla oscura gimotea
su alarma ante la sombra de un gavilán que pasa.
En un arbolillo de mediana altura y racimos de maduras frutillas,
danzan su cortejo amoroso varios turquitos de plumaje negro y rojiza cabeza, de
patas amarillas y ojos blancos. Las hembras de verdoso ropaje observan, ya
interesadas, ya indiferentes, lo complicados saltos y volteretas de los
rechonchos cuerpecillos de los machos ocupados en tan ritual competencia. Van y
vienen, saltan y chillan, revolotean a veces, todos siguiendo la misma ruta de
ramitas cuidadosamente despojadas de follaje. Cuando un grupo se cansa toma su
turno como espectador y a su vez contempla a los danzantes o mira con gozo el
verde panorama de verdes laderas, todo apretadamente cubierto de espesa
vegetación. De vez en cuando la asamblea se disuelve y durante largos minutos
los pajarillos devoran glotones las jugosas frutillas, luego retornan a la
danza amorosa. Son, ni más ni menos, una parte del conjunto armónico de la
Naturaleza.
Mas una mañana, igual como la descrita se escucha un sonido
nuevo. Un ruido nunca antes escuchado y que paraliza momentáneamente a las
criaturas del bosque. Es un sonido sordo, acompasado por un “tac” ominoso. Es
la barbarie que llega con disfraz de progreso, con pretexto de necesidad. Es el
desierto que en hombros de los bípedos humanos toca a las puertas del bosque.
Era un sonido raro para la floresta, más ajenos al funesto
presagio, los animalillos pretenden acostumbrarse hasta que un estruendo los
sobrecoge de nuevo. El primer gigante, que imposibilitado para escapar sintió
cómo le cortaban sus ataduras a la madre tierra, se viene al suelo, inútilmente
arañando con sus ramas a los vecinos en un desesperado afán por sostenerse. Así
gimiendo y aplastando hace retumbar el suelo con su peso, asombrado de aquellos
minúsculos seres que le han cortado su tronco; aquellos seres que hace apenas
unos días alimentó con sus frutos, que hace unos días protegió con su sombra
deteniendo los ardientes rayos del sol.
La destrucción avanza. Primero es una cinta que taladra el
bosque y ya los habitantes de la floresta se han acostumbrado al paso de
humanos por el camino, solos o en grupos, caminando o cabalgando sobre sus
monstruosos aparatos. Creen que el daño a su intimidad fue sólo esa cinta
talada y el paso de esos peligrosos seres; esos seres que se detienen de cuando
en cuando para dar muerte innecesaria a los incautos animalillos que
inconscientemente se atreven a salir a la orilla del camino. Pero muy pronto
salen de su error, esa cinta desnuda es sólo el prólogo, el epílogo trágico
viene unos pasos atrás.
Los seres arrogantes tan insulsos que en sus creencias dicen que
todo en la Naturaleza fue hecho para servirlos, ya no tan sólo pasan de largo.
En la lejanía aún se escuchan los gemidos de los gigantes sacrificados para
abrir esa brecha, que malamente se transforma en heraldo de la destrucción,
cuando se escuchan nuevamente los sonidos del hacha fatal que muerde ya a la
vera del camino y vorazmente avanza ladera arriba. ¡Habitantes del bosque
escuchad! Es la marabunta humana que llega arrastrando tras sí la desolación.
Es la evolución que la Naturaleza perfeccionó para suicidarse.
Son los ilusos que se creyeron reyes de la creación y destrozando, corren
vertiginosamente hacia su propia destrucción.
Pasa un año pasan dos. Los habitantes móviles del monte
pretendieron huir, inútilmente, al norte, al oriente, al poniente, al sur; sólo
encontraron desolación, ya el humano había pasado por ahí. Los vegetales,
anclados a la tierra, incapaces de huir, tuvieron que esperar aterrados hasta
que esos seres destructores, incapaces de escuchar los alaridos de terror
vegetal, los gemidos de los gigantes milenarios desangrados en el suelo,
llegaron machete y hacha en mano derribando y derribando, luego quemando y
quemando.
Las rocas desnuda constituyen ahora todo el escenario, mezcladas
aquí y allá con tocones calcinados, con madera preciosa chamuscada. Primero
estuvieron disimuladas por el verde del maíz, después un poco menos y
finalmente las raíces ya no encontraron tierra que nutriera a las plantas y
éstas no crecieron lo suficiente ni para ocultar las rocas; entonces los
destructores dejaron el lugar y buscaron nuevos bosques para transformar en
desiertos.
Donde el panorama era
verde y por las mañanas se velaba por la húmeda niebla, ahora es blanco y es
gris y también se vela por las ondas de calor que desprenden las desnudas rocas
y el suelo al ser tocados por el sol. En lo alto de un pináculo rocoso, tan
escarpado que el hachero no pudo escalar, pero hasta donde si llegaron las
terribles llamas, sobreviven apenas unos cuantos arbustos achicharrados a cuya
raquítica sombra se refugia un pajarito triste, de raído plumaje negro y cabeza
roja. Sus ojos de iris blanco miran incrédulos aquella desolación y sus
persistentes silbidos desesperados son una maldición para los hombres que no
supieron coexistir, que no supieron tomar sin destrozar y que mañana ellos
mismos estarán en la misma condición que el turquito.
Los gritillos del turquito persisten, el pajarillo no quiere
creer que ya nadie contestará su llamado. Su débil canto sólo es oído con
indiferencia por un tordo de enlutado plumaje, nuevo recién llegado como eterno
seguidor del hombre y su destrucción; una de las pocas criaturas silvestres que
pueden adaptarse a vivir junto con el caos del hombre. El turquito suspende
unos momentos sus angustiosos llamados para buscar una de las pocas frutillas
chamuscadas, ¡mas hace poco comió la última! Además del hambre lo atormenta la
sed, el arroyo hace tiempo está seco, hace días enmudeció el último lodo
aprisionando el cadáver de la última rana; el rocío ya no se condensa más y la
niebla húmeda ya no existe. Este día también el arbustillo llega al límite de
su resistencia y las últimas hojas aún verdosas se doblan hacia abajo.
Los gritillos del turquito se escuchan nuevamente, pero ya no
son iguales a los de su especie, ya no es canto de amor, ya no es canto de
alegría, es lamento de desesperación. El pico abierto porque las desnudas ramas
ya no proporcionan sombra alguna que lo proteja del sol; los músculos de la
laringe débiles ya por la falta de frutillas jugosas. Apenas puede volar y
saltando llega a la ramita más alta. Una vez más otea el horizonte desolado,
más hasta donde alcanza la vista no hay un solo arbolado prometedor; no es
posible que por ninguna parte se escuchen cantos o gritos de sus congéneres, no
comprende que uno a uno fueron cayendo a tierra, que él, más fuerte, sobrevivió
hasta lo posible.
El piquillo abierto, el plumaje erizado, el turquito descubre
algo blanco que se abre paso entre las ondas de calor.
Es un chamaco que bañado de sudor sube la loma, camino del lugar
donde, allá lejos, sigue la tumba de otro trozo de monte; tiene el rostro
enrojecido y la desesperación por tanto calor quiere invadirlo. Por un momento
¡que ironía! Se agacha en la escasa sombra que proporciona el chamuscado tronco
de un chinine, el mismo que hacía tiempo le proporcionó grasosa fruta para
saciar su hambre, cuando aún estaban en la tarea de asesinar árbol tras árbol,
él, su padre y su tío.
El tronco muerto, ennegrecido, no proporciona mayor alivio
contra ese calor y el chamaco campesino sigue su camino por el árido paisaje.
La vereda sube hasta el pináculo rocoso y en la punta de un arbustillo
secarrón, el chamaco descubre un pajarillo que parece muy manso por estar
desfallecido. Es un pajarillo negro y rojo, con sus blancos ojos entornados y
el piquito abierto por la sofocación. Olvida un momento su cansancio y rápido
saca la fatal resortera. Zumba una piedra que golpea un cuerpecillo casi muerto
de sol, de hambre y sed. Como si tal cosa, el chamaco ni se digna dar una
segunda mirada a su inocente víctima y calcinado por el ardiente sol apenas si
recuerda la belleza de este lugar, cuando recién llego acompañado de su padre
en los comienzos de la rosa. Apenas los dulces chicizapotes que comiera y hasta
reconoce los árboles al ver sus troncos negros, derribados, llenos de polilla,
la mitad convertidos en ceniza.
Sobre una roca áspera, moviéndole las plumillas el caliente
aire, esta el inmóvil cuerpecillo rechoncho del último turquito. Es la mano del
hombre que ha pasado por aquí. Es la civilización que ya llegó por acá.
Glosario:
Turipache: reptil
parecido a una iguana.
Musgo: plantas que
habitan lugares húmedos.
Campánulas: flores.
Corolas: Parte de la flor
formada por pétalos generalmente coloreados.
Follaje: Hojas de las
plantas.
Polen: Parte de las plantas
que lleva el gameto masculino.
Chupaflores: colibríes.
Policroma: De muchos
colores.
Reinitas: pájaros de
color azul.
Celeste: Azul.
Nectaríneo: Que proviene
del néctar, líquido azucarado que producen las plantas para atraer diversos
animales.
Albos: Blancos.
Cucayo: Especie de
lagartija.
Oteando: Registrar desde
un lugar alto lo que está abajo.
Floresta: Terreno
frondoso y ameno poblado de árboles.
Lianas: Plantas
trepadoras de los bosques tropicales con tallos muy largos, leñosos, parecidos
a cuerdas.
Cortejo: Conducta de
algunos animales que se presenta previa a la reproducción.
Ladera: Declive de un
monte.
Ominoso: azaroso, de mal
agüero.
Talada: Corta de árboles
en masa hasta dejar rasa la tierra.
Epílogo: última parte de
un discurso o novela.
Heraldo: mensajero.
Marabunta: Nombre que s
le da a una hormiga muy destructora.
Tocón: Parte del tronco
de un árbol que queda unida a la raíz.
Milpa: Sembradío.
Pináculo: Pare superior o
más alta.
Escarpado: Que tiene gran
pendiente.
Tordo: Pájaro estornino.
COMENTARIO:
Sin duda alguna, el hombre
ha sido la causa de la perdida de muchos ecosistemas, y por ende de muchas
especies como lo es el Turquito. La lectura que se acaba de leer es una
realidad que el hombre ha ido construyendo con el afán de sobre poblar más este
planeta sin importarle los demás seres vivos que conviven con él; es una pena
que el ser humano no aprecie y no se den cuenta de que además de los organismos
y del humano, no existe nadie más con
quien pueda compartir este mundo. Creamos una relación de afección con cosas
materiales no vivas, dañando de paso a los demás animales, quebrantando su
hogar y hábitat. Si nos pusiéramos en el lugar de estos seres vivos entenderíamos
que con la urbanización y los factores contaminantes estamos destruyéndonos a
nosotros mismos. Esto es ya una simple reflexión, pero me invito a mí y a los demás
lectores que están viendo esto a que hagamos conciencia y actuemos. ¿Cómo
podemos actuar ? no comprando especies endémicas exóticas en los mercados,
informando a la gente de la perdida de las especies, ahorrar energía para darle
un respiro a la Tierra, reciclando agua de lluvia para baños y aseó del hogar,
no tirando basura, No exacerbar el consumo de pieles y carnes, reciclando papel
y pete, hay muchas formas de actuar. ¿Y qué harás tu ahora?
Muy buenos comentarios.
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